Premio a la vida y obra
de un periodista


Javier Darío Restrepo Ramírez

Ha sido una extraña sensación esta de sentirme en el centro de la atención y del afecto de tantas personas, desde las más cercanas hasta las que yo creía que se mantenían más distantes. Mis colegas se han encargado de que muy pocas cosas de mi vida quedaran en secreto en el curso de reportajes, entrevistas y crónicas atravesados por una generosidad y aprecio que nunca terminaré de agradecer. Ha sido el turbión de acontecimientos gratos que ustedes, señoras y señores del Jurado, desencadenaron desde el pasado 24 de julio y que me han confirmado en la certeza de que no solo ahora, sino desde siempre, he sido premiado por la vida. Es lo que encuentro en las entrelineas de tanta manifestación de afecto y de esos relatos sobre mi vida, que en estos días se han repetido.

Reconozco, como un premio de la vida, el hogar que tengo. Una esposa y dos hijas que son mi orgullo, mi alegría y el sólido fundamento de todos mis quehaceres. Si el hombre es él y su circunstancia, yo he sido esa circunstancia de afecto, de fidelidad, de entrega al otro, que ellas han creado y mantienen a mi alrededor como el aire que respiro, la luz que me inunda y la fuerza que me anima. Ellas, Gloria, María José y Gloria Inés, son la gran explicación de lo que soy y de cómo soy. Ellas, a su manera, han tejido en silencio este momento.

Como la mayoría de los colombianos me considero un premiado por la vida por haber nacido en el seno de una familia de esas en las que se enseña a deletrear la misma en términos de honestidad y de respeto al otro, culto a los ancianos y a los niños, temor de Dios y amor a la patria, entendida ella, como la tierra de los padres y de los abuelos y como la herencia que se deja a las generaciones de mañana. Encuentro allí mis raíces más profundas, y me tonifica ese fuego de afecto y fraternidad que encendieron los viejos, que mis hermanos conservan como la herencia, más valiosa que ninguna otra, que recibimos de ellos, cristianos viejos de alma limpia y transparente como el agua con la que nos bautizaron.

En un marco así y con tales raíces y para mayor abundancia de premios de la vida, he sido reportero, que es tanto como decir que he sido testigo de la vida y privilegiado miembro de esa minoría humana que recibe un premio todos los días.

Son premios como el que disfrutó María del Pilar Ortiz el día en que descubrió, con el maravillamiento con que se contempla un continente nuevo, al cartero sordo y mudo que comunicaba con el resto del mundo a los habitantes de su pueblo. En sus tiempos de reportero Juan José Hoyos le oyó relatar a un hombre que a él lo habían matado de un machetazo y que había visto morir a otros cuatro. Ese día compartió su asombro con los lectores de El Tiempo a través de un titular escalofriante: “Los muertos fuimos cinco”. A Germán Santamaría lo persigue, como una sombra resplandeciente, la imagen de esa adolescente cuya vida se apagó, iluminada por una sonrisa, entre el barro de Armero. El reportero, desde entonces, quedó deslumbrado por esa luz interior de la adolescente. Son episodios a los que podría agregar los que ustedes deben estar evocando y que confirman mi certeza de que esta privilegiada condición de testigos de esa novedad inagotable que es el hombre le da al reportero un premio todos los días. Colón, Magallanes, Marco Polo y todos los que como ellos tuvieron el premio de sus descubrimientos, una vez marcados los límites de sus hallazgos, agotaron la sorpresa. El continente que el reportero descubre todos los días no tiene límites, pues el ser humano, siempre original y nuevo, nunca llega a conocerse y todos los días da motivo para compartir la estupefacción con que el rey David exclamaba: “Poco menos que ángeles hiciste a los hombres”.

La reportería nos convierte en espectadores de primera fila de la grandeza y de la pequeñez, de la ternura y de la crueldad, de la generosidad y de la mezquindad de la insignificancia y de la trascendencia de que son capaces el hombre y la sociedad. Y de espectadores pasamos a ser actores sin que podamos evitarlo.

En medio del fuego cruzado de nuestros odios e irracionalidades, en medio de hombres armados, el reportero ha estado allí inerme, sin más instrumento ni defensa que las palabras y las imágenes, como escudos para proteger contra la fuerza bruta ese patrimonio universal de los derechos humanos que, como un apellido cósmico, nos vincula a la especie. Ese fue el papel de la reportera Maribel Osorio y de su equipo de televisión, como testigos oculares del choque entre militares y campesinos durante las marchas del sur, y fue cuestión de arrojo y de pasión de la reportera y de su equipo. Es el reportero convertido en voz de la humanidad que defiende sus derechos, pero en otros casos la reportería es una dinámica de sensibilidad, como la que le permitió a Pablo Laserna ese diálogo entrañable con la pequeña niña genio Luz Emith Suárez y esa experiencia, solo disfrutada por los reporteros, de ser la voz de los que nunca han tenido voz. Se le parece, dentro de la riqueza múltiple de las experiencias del reportero, la entrevista de Carlos Alberto Giraldo a Carlos Castaño. Reconstruyo el instante y me sobrecoge la escena del enfrentamiento de ese hombre rodeado de guardaespaldas armados hasta los dientes, que lleva el testimonio de sus luchas ferales escrito en las cicatrices de su cuerpo y el periodista inerme, sin más poder que el de sus palabras. Eso es ante todo el reportero: un hombre sin más defensas ni riquezas que el poder y la credibilidad de sus palabras. Con ellas enfrenta la irracionalidad y soberbia de los poderes en acciones que serían de una temeridad suicida, si no estuvieran apoyadas en su inmensa fe en la fuerza de la palabra. En un mundo de irracionalidades y de fuerza bruta, el reportero pertenece a esa minoría abrahámica de los que creen y esperan, contra toda esperanza, en el poder desarmado de la inteligencia y de las palabras.

Jesús Erney Torres debe estar sintiendo, otra vez, las descargas de adrenalina, que provoca en el reportero la cacería de un hecho que se puede mostrar ante la sociedad como una prueba y una advertencia, al recordar sus notas premiadas sobre el contrabando. Es la misma sensación, el premio que da el oficio, que reviven Jorge González y su equipo de la Unidad Investigativa tras seguir el mal olor de los contratos del Sena, o la de Juan Manuel Ruiz y su jefe, Juan Gossaín, ese reportero al que la vida le jugó la mala pasada de hacerlo director, al rastrear, con paciencia y terquedad de mineros, la veta oscura de los contratos de Ecosalud. Los reporteros son los ojos y los oídos de la sociedad, presentes en todas partes para defender el patrimonio y los intereses de todos, en busca de las verdades que otros quieren ocultar, en una tarea de restauración de la confianza colectiva agrietada por los corruptos, y de restitución de la esperanza secuestrada por las mentiras del poder y el pesimismo oscuro de los desesperanzados. La certeza de estar cumpliendo esas tareas es la que convierte en un premio cotidiano el ejercicio de la reportería. Siempre recordaré el rostro iluminado de un viejo reportero, Guillermo Aldana, el día en que regresó, casi a la hora del cierre, con las primeras imágenes del avión, posado como un pájaro cansado sobre las aguas del río Orteguaza, después de un vuelo azaroso con las armas que el M-19 había llevado de contrabando hasta las selvas del Caguán; tampoco será fácil olvidar la minuciosidad de relojero de otro reportero aprisionado en una jefatura de redacción, Jorge Ortiz, en la recolección y edición de las imágenes y voces del gran incendio de los tanques de combustible de Puente Aranda, y el orgullo casi infantil de Amparo Peláez al regresar de La Uribe con los testimonios e imágenes de la plana mayor de las Farc debajo del brazo. Como tantos y tantos reporteros, ellos habían librado del pozo oscuro de los olvidos unos instantes y les habían dado un toque de eternidad a unos episodios de la historia colectiva. Porque ser reportero es también eso: ser un historiador del presente, que impide que la memoria colectiva olvide el esplendor de sus logros para repetirlos o la amargura de sus errores para conjurarlos.

Esta tarea llega a parecerse a la de aquellos indios pescadores de perlas que las extraían una a una de las profundidades submarinas. Como le ocurrió al reportero que, durante largas jornadas de diálogo junto a su cama de hospital, logró reconstruirle, minuto a minuto, todos los recuerdos que se le habían ahogado en su memoria de náufrago a un marino que había sobrevivido a diez días de lucha solitaria contra el hambre, el terror y el mar. El de reportero no es el trabajo de un simple escribano de las historias que otro dicta como en aquella crónica del periodista Gabriel García Márquez, el reportero, más que testigo pasivo, vive cada vez las vidas ajenas. Al trascender la simple mecánica de registrar datos exactos y al asumir el riesgo de pasar los hechos y las historias de otros a través de sus sentidos, su inteligencia, sus pasiones y su sensibilidad y cultura, el ejercicio profesional del reportero suele culminar con un “confieso que he vivido muchas vidas”.

Ser reportero es todo eso. Es tener el privilegio, a muy pocos dado, de ver nacer una nueva imagen del hombre todos los días; es estar en la primera fila de la historia cuando la escena y el reparto cambian; es vivir cada día nuevas vidas, y es atrapar el tiempo que huye con la eternidad de la emoción y de la palabra. Entendido así este oficio de ser reportero no es un escalón para llegar a ser político, funcionario, jefe de redacción o director; ser reportero es haber llegado y haberse instalado en la mejor y más apasionante fila de la vida. Por eso, este reportero viejo se siente un hombre agasajado por la vida.

Ustedes, señoras y señores del Jurado, han agregado a este agasajo del oficio, este premio que incluye el nombre de un reportero en una brillante nómina de grandes. Confieso que al repasarla he sentido el agobio de la vecindad con hombres que ya entraron en la inmortalidad de los forjadores de la historia. Pero, en este entrecruzamiento de sentimientos a veces contradictorios, tengo que admitir que mi mayor satisfacción en este instante es sentir que aquí de alguna manera represento a los reporteros: los que han sido y los que son mis compañeros de trabajo, los que me han acompañado en esa aventura espiritual que son los cursos, talleres y conferencias en busca de una comprensión de la identidad y de la ética de los periodistas, y los que presiento cuando miro la inmensa vitalidad del periodismo colombiano. Desfilan todos ellos por mi recuerdo y me abruma sentir, como un honor inesperado y desmesurado, lo que por distintos medios han expresado en las últimas semanas, que conmigo se sienten aquí presentes y premiados.

Finalmente, ustedes, señores del Jurado, han sido los artífices de esta ocasión excepcional que me ha permitido testimoniar, con un profundo agradecimiento, que me siento premiado por la vida.